Tras el final de la Guerra Fría, el status internacional de las hasta entonces superpotencias tuvo que ser replanteado. En el mundo occidental, sobre todo en Estados Unidos y empujados por el optimismo de haber vencido en el largo conflicto de la Guerra Fría al bloque soviético, no tardaron en aparecer nuevas teorías unipolaristas, guiadas por algunos célebres autores como Francis Fukuyama y su famosa teoría de “Fin de la Historia”. Estas teorías se vieron reforzadas a lo largo de la década de los 90, cuando Estados Unidos se autoproclama como “Gendarme Mundial”, actuando como tal en las crisis internacionales de Kuwait, Somalia y Yugoslavia. La década de los 90 fue para muchos el comienzo de la Pax Americana, en la que el imperio norteamericano parecía consolidarse definitivamente como gran hegemón mundial. El reforzamiento del valor del dólar, junto con las políticas de saneamiento económico de la administración Clinton, parecía consolidar esta idea. Aunque la Unión Europea experimentaba un momento de gran bonanza económica, Estados Unidos parecía no tener rival para consolidarse en su posición de hegemón.
Han pasado veinte años desde ese momento y podemos comprobar que la perspectiva de las relaciones internacionales ha cambiado notablemente (o mejor dicho, ha comenzado a cambiar notablemente). La supremacía norteamericana de la que se presumía a finales del siglo XX se ha visto sacudida por una grave crisis financiera que ha llegado a hacer peligrar los mismísimos cimientos de la estructura económica norteamericana. A ello debemos sumar el desgaste al que la amenaza del integrismo islámico (una amenaza que ni siquiera era percibida como tal en la década de los 90) ha sacudido a la sociedad y a la clase política norteamericana en la última década y que ha marcado de manera notable su agenda internacional en los últimos doce años. Estos hechos contemporizan con otro fenómeno que apenas era tenido en cuenta durante la época dorada de las teorías unipolaristas, el auge de las potencias emergentes.
Han pasado veinte años desde ese momento y podemos comprobar que la perspectiva de las relaciones internacionales ha cambiado notablemente (o mejor dicho, ha comenzado a cambiar notablemente). La supremacía norteamericana de la que se presumía a finales del siglo XX se ha visto sacudida por una grave crisis financiera que ha llegado a hacer peligrar los mismísimos cimientos de la estructura económica norteamericana. A ello debemos sumar el desgaste al que la amenaza del integrismo islámico (una amenaza que ni siquiera era percibida como tal en la década de los 90) ha sacudido a la sociedad y a la clase política norteamericana en la última década y que ha marcado de manera notable su agenda internacional en los últimos doce años. Estos hechos contemporizan con otro fenómeno que apenas era tenido en cuenta durante la época dorada de las teorías unipolaristas, el auge de las potencias emergentes.
Aunque el paso de una economía de subsistencia a una economía en vías de desarrollo es una evolución sencilla, la conversión de ésta en una economía desarrollada presenta múltiples y complejos desafíos. La población de una economía desarrollada es sumamente demandante y consumista de multitud de recursos y productos. Este es el principal reto para una nación de más de 1.300 millones de consumidores-usuarios, ¿cómo cubrir las demandas y necesidades de todos ellos? Un país desarrollado con una población muy inferior numéricamente puede mantener un moderado modelo de desarrollo gracias a su comercio interno y a una balanza comercial exterior armónica. En el caso chino esta situación se hace mucho más compleja al tener que extrapolarla a un nivel mayor. Para poder satisfacer su creciente demanda interna y poder importar todos los productos y recursos naturales que necesita, su economía ha necesitado consolidarse como sumamente exportadora hasta la actualidad. Dicho modelo de desarrollo debe tener una proyección internacional acorde para poder ser llevado a cabo.
Occidente sigue llevando mucha ventaja a China en la apertura y consolidación de nuevos mercados, la historia reciente occidental gira en torno a este hecho, el establecimiento de grandes imperios comerciales que aseguren este modelo de desarrollo. China ha comenzado a dar tímidos pasos en las últimas décadas hacia este modelo evolutivo. Después de las reticencias iniciales, pasó a convertirse en miembro de pleno derecho de la Organización Mundial del Comercio y ahora pugna por establecer también su propia esfera de influencia político-económica. En este último aspecto se le han presentado algunos obstáculos para abrirse camino en mercados ya consolidados, incluso en su entorno más cercano. Su proyección hacia el Pacífico es claramente natural, la mayor parte de su población reside en la franja costera oriental y es allí donde se encuentran sus grandes puertos comerciales. Sin embargo, sus vecinos del Sudeste Asiático siguen viendo con recelo esa proyección económica hacia ellos, pues perciben en ella la posible amenaza de que conlleve también una proyección política y militar. Dichos Estados ribereños del Pacífico asiático permanecen actualmente dentro de la esfera económica occidental-estadounidense. Su proyección sociopolítica les lleva a sostener estrechos vínculos con Occidente y mantienen un cierto recelo a la expansión de la China comunista en la zona. Partiendo de esta postura han optado por crear su propia esfera de influencia económica, estableciendo la ASEAN (Asociación de Naciones del Sudeste Asiático), que ejerce fuertes lazos con Japón, Australia y Corea del Sur y se proyecta hacia toda la cuenca del Pacífico, manteniendo una cierta distancia con la República Popular China. Ante esta perspectiva, China se ha visto obligada a orientarse hacia su occidente particular, Asia Central, creando así su particular esfera de influencia en la figura de la Organización de Cooperación de Shangai-Tratado de Sanghai. Merece la pena señalar que la OCS-TS no está orientada exclusivamente a la cooperación económica y al comercio, es sobre todo una organización orientada hacia la “seguridad regional”, cuyas principales amenazas (casualmente dictadas por China) son el terrorismo, el separatismo y el extremismo. Los principios fundacionales de la OCS-TS recalcan que no se trata de una alianza militar geoestratégica, o eso es lo que pretenden proyectar hacia Occidente, pero realmente parece que China pretende crear su Commonwealth y su OTAN particular, de la mano de sus anteriormente recelosos vecinos rusos. En los últimos años asistimos a una consolidación de la postura internacional sino-rusa en crisis como Libia, Irán o Siria. Su postura no se ha opuesto frontalmente a la occidental simplemente por llevar la contraria, sino porque la OCS-TS comienza a considerar que dichas crisis se han desatado dentro de su particular área de influencia.
China y Latinoamerica
Esto ocurre a medida que el poder de Estados Unidos en las Américas empieza a menoscabarse. De hecho, Estados Unidos está retirando su capital de la región a medida que los inversionistas perciben mejores negocios en su país o en otros lugares.
Por supuesto, la nueva amistad no es solamente felicidad. Las economías de China y Latinoamérica se están desacelerando. La demanda de bienes por parte de China está disminuyendo y, después de todo, Latinoamérica se encuentra en un gran auge de productos básicos, ejerciendo presión sobre esos lazos.
Sin embargo, la posibilidad de que existan lazos a largo plazo es fuerte. El presidente de China, Xi Jinping, se ha comprometido a duplicar el comercio entre su país y Latinoamérica a 250.000 millones de dólares durante la próxima década.
"China brinda una fuente de financiación y mercados de exportación sin presiones para adherirse a prácticas de transparencia, apertura de mercados y democracia al estilo occidental", dice Evan Ellis, experto en América Latina y profesor de la Escuela de Guerra del Ejército de Estados Unidos.
Venezuela es un buen ejemplo. A medida que la economía del país tambalea —algunos incluso se refieren a ella como la peor del mundo— China intervino, dándole a la nación sudamericana miles de millones a cambio de petróleo.
El Petroleo como elemento en las relaciones entre CHINA Y AMÉRICA LATINA
La evolución de estas empresas se inicia en 1998 con la reestructuración del sector petrolero chino y ha sido sucesivamente programada en los distintos planes quinquenales económicos del gobierno chino. Dicha evolución ha tenido dos grandes momentos.
- El primero, centrado en la ampliación del número de campos petroleros en suelo chino
- El segundo, terciada por una creciente globalización de las operaciones en las distintas etapas del ciclo productivo del crudo en diferentes lugares del globo.
En América Latina, anotamos la presencia de las petroleras chinas en aquellos países donde existe actividad extractiva con una cierta antigüedad y no en territorios donde todavía esta no se ha consolidado o es incipiente.
La alta disponibilidad de capital que dichas empresas mantienen, lo que les ha permitido invertir en el sector petrolero latinoamericano, a través de distintas soluciones entre 2005 y 2013, más de 26.000 millones de dólares (Francisco, 2013: 45). Todas estas circunstancias han llevado a que las empresas petroleras chinas desarrollen una serie de estrategias para la disponibilidad de los recursos petroleros en el continente americano. Estas se pueden agrupar en seis categorías:
- Creación de filiales y subsidiarias de otras empresas del sector.
- Compras para adquisición de activos o de participaciones de capital
- Joint ventures conjuntas con empresas no chinas
- Empresas conjuntas entre empresas petroleras china
- Contratos de colaboración con otras empresas en bloques petroleros específicos.
- Participación en licitaciones.
- Creación de préstamos combinados entre los bancos chinos de cooperación e exportación, las firmas petroleras y sus contrapartes latinoamericanas
Los países africanos, tras sus respectivas independencias, habían puesto en marcha políticas económicas de intervención estatal en la industrialización; políticas que, si bien en los primeros años dieron buenos resultados, a partir de los setenta provocarían un proceso de deterioro y estancamiento económico -como consecuencia de la obcecación por el desarrollo industrial, sin prestar atención a las potenciales posibilidades que ofrecía el sector primario- que forzaría a estos países a endeudarse enormemente para sostener sus estados rentistas. Así, África se vería, de forma generalizada, inmersa en programas de ajuste estructural de corte liberal impuestos por las instituciones del “consenso de Washington” que, tras veinte años, han fracasado estrepitosamente, provocando el aumento de la pobreza y del desempleo, la desindustrialización, y el estancamiento de la producción agrícola en todos estos países. El fracaso de los planes de desarrollo impuestos desde el exterior y la insuficiencia de la ayuda externa procedente de los países desarrollados, así como la defensa china de los principios de respeto a la soberanía, no injerencia, pacifismo y multilateralismo en las relaciones exteriores, han provocado que numerosos dirigentes africanos muestren cada vez más interés en fomentar las relaciones con China, que les ofrece otras alternativas y la posibilidad de eludir las improductivas condicionalidades políticas y económicas occidentales.
China no ha dudado en aprovechar este caldo de cultivo para desarrollar una estrategia global hacia el continente africano. Una estrategia dirigida fundamentalmente al establecimiento de relaciones estables con los productores de hidrocarburos del continente; así como de otros recursos naturales (como el cobalto, el níquel o la madera), a través de inversiones millonarias para la adquisición de los derechos de exploración, extracción y distribución; convirtiéndose, al mismo tiempo, en el segundo socio comercial del continente. Para ello, China se ha servido de una política ambivalente basada en el pragmatismo, la inversión como sustituto de la ayuda al desarrollo, y la negociación con las élites gobernantes sin intromisión en cuestiones de gobernabilidad interna. En este sentido, es paradigmática la actuación de China en Sudán.
ARTÍCULO RELACIONADO: China y África (Juan Pérez, Octubre 2012)
El caso de Sudán
En efecto, la defensa que China hace de los principios de respeto a la soberanía de los estados y de no injerencia en cuestiones internas explica que Pekín haya venido mostrando un apoyo firme al régimen de Al-Bashir (con lo que ello conlleva de beneficio para Sudán en cuestiones como la imposición de sanciones internacionales) a pesar de sus violaciones constantes de los derechos humanos en Darfur, que han traspasado fronteras y provocado la condena unánime de la comunidad internacional hasta el punto de que, por primera vez, la Corte Penal Internacional ha solicitado el arresto y extradición de un gobernante en activo; algo a lo que, por supuesto, China se opone.
Así, China se limita a encauzar y asegurar unas buenas relaciones que garanticen la actividad de sus industrias extractivas, en especial, de las petrolíferas -con la China National Petroleum Corporation como única compañía extranjera en el país, tras la expulsión del resto, después del embargo internacional decretado contra Sudán en 1997- al ser este hidrocarburo el principal atractivo económico de Sudán. Y es que ningún objetivo estratégico tiene actualmente una prioridad mayor en Pekín que la garantía de fuentes de petróleo a largo plazo. Prueba de ello es la ayuda financiera y el apoyo diplomático al gobierno sudanés, al que China compra el 25% de su petróleo, y del que provienen, al menos, el 7,5 % del total de importaciones chinas. A ello es preciso añadir la participación china en el desarrollo de las infraestructuras energéticas del país africano, con proyectos como la construcción de un oleoducto de 1.600 km, entre la cuenca de Melut (yacimientos petroleros del centro-sur) y la importante ciudad portuaria de Port-Sudan (a orillas del Mar Rojo, y del que salen la inmensa mayoría de las exportaciones sudanesas), y de una refinería en Jartum de copropiedad sino-sudanesa. En total, se estima que China ha invertido unos 20.000 millones de dólares en Sudán en los últimos quince años, englobando casi todos los sectores de la economía del país, desde la construcción de presas y centrales eléctricas a la industria agrícola y textil, sin obviar la industria armamentística. Todos estos intereses explican el veto chino a la mayoría de iniciativas y sanciones occidentales contra Sudán en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
En definitiva, podemos ver cómo el matrimonio China-África genera incentivos para ambas partes: por su parte, China neutraliza la debilidad estratégica de carecer de recursos naturales que garanticen su crecimiento, a la vez que amplía su zona de influencia, gana aliados políticos y resguarda sus intereses geoestratégicos como potencia emergente; y por otra, África consigue, a través de China, la satisfacción de muchas de sus necesidades, a través de fuertes inversiones en maquinarias, dotación de equipos electrónicos, tecnología, asistencia técnica, desarrollo de infraestructuras y la financiación de proyectos; permitiéndole, asimismo, sacudirse la retórica y las recetas económicas occidentales, percibidas por los países africanos como inútiles -cuando no perjudiciales- para su desarrollo político, económico y social.
China ha despertado, y con sus actuaciones comienza a cambiar la fisonomía de un continente que, durante décadas, fue abandonado a su suerte por las potencias occidentales, inconscientes de su tremendo potencial estratégico.
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